Los aplausos eran ensordecedores. Ciego de ira, roto por el dolor, enfiló a su verdugo. Otra vez acometió con furia, pero el trapo rojo volvió a desaparecer. Tras oír aquel sordo crujido, sintió un hondo ahogo. Abrió la boca y un río de sangre anegó la arena. Ya no oyó más aplausos.
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