Hoy hace cuatro años que formo parte del Club Antisocial de mi ciudad. Para celebrarlo, me he comprado una tarta de chocolate, me he hecho un café solo - soy así de irónico - y me he sentado en mi sofá en el más estricto de los aislamientos humanos. La etiqueta de la asociación es fiel al nombre de la misma: miembro aquel que reniegue de cualquier convencionalismo respetado popularmente y carezca, además, de toda habilidad social. ¡Somos el deshecho cooperativo de la humanidad!
El club funciona como un laboratorio experimental de emociones, cada uno con su lacra – asesinos, mentirosos, ladrones, extremistas, cobardes, tramposos, estúpidos- trata de practicar el acto comunicativo estándar que luego tratará de extrapolar a la vida real. Nos reunimos todos los días, aunque todos los días faltemos casi todos - consecuencia inmediata de la sociopatía -, tratando de adaptar la jornada a las dificultades del grueso del grupo. Se suele comenzar con el nivel Conversación de ascensor, pudiéndose alcanzar el grado Cita si el esfuerzo es constante. Casi nadie ha llegado a este nivel sin acabar en un ataque de ansiedad. Es divertido.
Mi recorrido hasta el momento ha sido positivo; ahora, si me concentro y tomo una dosis adecuada de café, soy capaz de sustentar un diálogo durante dos minutos y medio en tono cordial. Mi orientador -veterano en evidente mejoría - me asegura que si sigo así pronto podré casarme. Charlie es mentiroso patológico, pero un buen tipo ante todo.
Hoy me ha empezado a entrar miedo imaginarme estando mejor y teniendo que abandonar el club. Por eso he decidido meter el gato a la lavadora y ponerlo a tender. Puede que luego me lo coma.
¡Qué bonito día hace hoy!
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