Hacía un disimulo otoñal, mientras la multitud izaba al cielo una bandera descolorida. Solamente alcanzaba a ver piernas cruzadas y pantalones. Miré a mi padre de la mano sin apenas entender nada. Él igual, firme, regio, carente de muecas, pero con lágrimas en los ojos. Al volver a casa, se dispuso a escribir en aquel escritorio circular hecho a troquel. Yo jugaba con mis juguetes de terciopelo y hojalata. De repente, el alféizar de la ventana saltó por los aires y, una nota que no cayó al suelo, salió volando:
¡Tanto lo que veo! Revolución silenciosa, sin libertad aparente…
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