Olían mucho y pasaban sobre mi cabeza. Salir a la calle en aquel lugar era arriesgado. Necesitaba llegar hasta el callejón donde se ubicaba la tienda de comestibles. Trepar la pared hasta alcanzar la ventana, colarme y coger alimento. Éramos odiados y nuestra detención nos conducía al sufrimiento. Debíamos vivir ocultos. Prefería salir de noche. Era cuando olían más, pero tenía a mi favor que no pasaban tantos sobre mi cabeza. El callejón entonces empeoraba. Se encharcaba por los chorros amarillos y templados que vertían los olorosos. Detestaba regresar a casa con la barriga, las patas y la cola mojada.
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