"Uno es tan cruel como lo ha sido el mundo con él", pensé sentado entre los demás miembros del jurado, mientras el presidente se disponia a dar el veredicto.
Las atrocidades de aquel chiquillo de apenas diecinueve años llevaban semanas en los medios de comunicación. Durante todo el juicio, había mostrado una actitud chulesca y altanera. Pero cuando oyó la sentencia, se puso a llorar desconsoladamente.
La mujer que estaba a mi lado, la única que votó por la inocencia tras la deliberación, se persignó y profirió en voz baja: que sea Dios quien lo castigue...
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