Por allí se lanzó al cielo. Volaba. Desobedecía. Soñaba. Volvía a desobedecer. Las palabras de padre le sirvieron de nada. De adiós. De hasta siempre. Desplumado. Derretido. ¡Plof! Al agua. Consejos de padre mojados. Muertos. Ícaro, un soñador breve. Avaro.
Y por aquí un guardainfante trenzado y retorcido de metal. Sin basquiña. Sin color. Con un rostro despersonalizado. Y con el designio de Dédalo, el indulgente padre, de guardar al minotauro entre el caos. Entre el lío. Para terminar balanceado en las entrañas de una sección áurea velazqueña.
Se unieron el arte. Los mitos. El romance. Y la vida.
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