MI NIÑA
La lavaba con mimo. Con esas esponjas de mar que parecen estar vivas aún y que son especiales para bebés. Tenía la piel muy blanca, tersa y rolliza, y había que insistir en los típicos pliegues que tan fácilmente enrojecen.
Luego le aplicaba la crema, muy despacio, en un masaje suave y meticuloso, sin prisas. Sonreía... En ocasiones emitía pequeños gorjeos de placer. Porque hablar, no hablaba. Me cogía la mano o me miraba inocente con sus ojos azules, muy abiertos... Era mi madre, pero el ictus, a sus ochenta y cinco años, la había convertido en mi niña.
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