Aquel niño inoportuno, parido a destiempo, con desgana, no paraba de
hacer mamarrachadas, como si quisiera huir hacia otro mundo. Ahora se
había colado en la jaula de los monos, parecía desear ser uno de ellos.
Después saltó el vallado de los suricatas y se quedó mirando fijamente
hacia sus padres mientras dejaba colgar sus manos delante de la tripa
como fláccidas patitas al tiempo que mordisqueaba un saltamontes. Por
último, una cigüeña lo prendió por los tirantes y lo vieron despegar hacia
el cielo, con la cara iluminada, diciéndoles con la manita: ¡adiós! ¡adiós!
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