Hace unos años me cubrí con el velo de la soledad.
Todos mis hijos, nueras y allegados dominaron la tristeza, asumieron la pérdida y afrontaron una nueva fase vital sin ella. Yo, sin embargo, sentí una insoportable punzada de tristeza en mi alma; nunca supe asumir su pérdida. Desde el momento en el que vi cerrar el féretro con la persona que compartió su vida conmigo dentro, acepté que, junto a ella, mi vida se enterraba en aquella oscura fosa cavada en la tierra. Cuando la herida está por dentro, ninguna tirita detiene la hemorragia.
Pero estaba equivocado.
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