Su relación con el alcohol se basaba en una dependencia placentera que le
hacía por un lado olvidar, todo lo necesariamente olvidable, y por otro lado
le ponía de buen humor, por lo menos hasta los cuatro o cinco primeros vasos
de vino. A partir de esa cantidad solía tornarse agresivo, aunque llegado a
ese límite daba igual, al día siguiente no recordaría nada.
En ese punto estaba cuando el camarero en un gesto desafiante le retiró la
copa vacía y se negó a servirle más. Ya borracho pero todavía dueño de sus
actos, sonrió. Mañana amanecería en el calabozo.
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