Al palparme el cuello noté dos pequeños orificios de donde manaba un fino hilo de sangre. Debía darme prisa. Fabriqué con mis propias manos el arma con el que poder llevar a cabo mi plan. Levanté la tapa del ataúd donde dormía y con firmeza le clavé la estaca en el corazón. Me recreé en su agonía, hasta que murió. Con cuidado le saqué del ataúd y me coloqué yo en él. Había llegado la hora de ocupar mi lugar.
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