Estaba allí. De pie. Inmóvil. Mirando el infinito cielo de estrellas de aquella noche de agosto.
Sus lágrimas caían culpables arrastrando el arrepentimiento hasta la comisura de la boca.
Su coche seguía arrancado y con las luces encendidas, no muy lejos de él.
Después de un rato así, se dispuso a irse sin saber a dónde.
Subió al coche, se abrochó el cinturón, suspiró, tragó saliva para intentar desatar el nudo que tenía en la garganta; y en ese momento llegó un mensaje a su teléfono que estaba en el asiento del lado del copiloto:
"Vuelve a casa. Te perdono"
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.